miércoles, 27 de abril de 2016

Y más preguntas

  1. Copia y pega un fragmento de la obra en que el escritor Erich Maria Remarque describe la crudeza de la primera guerra mundial desde la perspectiva de un joven soldado de 21 años.

  1. Consulta este enlace y responde a las preguntas.

·         ¿Cuántas mujeres se incorporaron al trabajo durante la  Primera Guerra Mundial?

·         Enumera algunos de los trabajos a los que se dedicaron estas mujeres.

  1. Consulta esta otra página y explica qué pensaba Lenin de la Primera Guerra Mundial.

  1. Otto Dix es un pintor expresionista alemán que reflejó el horror de la Primera Guerra Mundial en una serie de cincuenta grabados. Busca e inserta uno de ellos en el que los soldados aparecen con máscaras de gas para defenderse de los ataques enemigos.

  1. Tras la Primera Guerra Mundial, y a propuesta del presidente norteamericano Woodrow Wilson, se creó la Sociedad de Naciones para garantizar la paz en el futuro. ¿Por qué Estados Unidos no formó parte de esa institución?

  1. ¿Cuál era el nombre completo del revolucionario ruso Trotsky? ¿Cómo murió? ¿Quién ordenó el atentado?


  1. Escribe el nombre de otras dos obras de teatro escritas por el autor de Pic-nic. ¿Cómo se llama este dramaturgo?

Sin novedad en el frente




Verano de 1916. El joven alemán Erich María Remarque tiene 18 años y estudia en la universidad de Munster para ejercer como maestro. Es obligado a salir de las aulas y a dejar los libros, reclutado y trasladado al frente occidental hasta que termine la guerra. Diez años más tarde relató su experiencia y escribió una de las novelas antimilitaristas más famosas, Sin novedad en el frente:

"Kantorek era nuestro profesor; un hombre pequeño y severo, con levita gris y cara de musaraña. (...) Kantorek, en las horas de gimnasia, nos atiborró de discursos hasta que toda nuestra clase, con él a la cabeza, fuimos a la Comandancia del distrito para alistarnos. Todavía lo veo delante de mí, preguntándonos con los ojos relampagueantes tras los cristales de las gafas y la voz conmovida:
—Iréis todos, ¿no es cierto?
Estos pedagogos llevan, con excesiva frecuencia, los sentimientos en el bolsillo del chaleco; ciertamente de esta forma pueden distribuirlos en cualquier momento. Pero nosotros, entonces, no lo sabíamos.
Sólo uno se resistió a venir. Joseph Behm, un muchacho gordo y bonifacio. Más tarde, sin embargo, se dejó convencer. No tenía otra alternativa. Quizás otros pensaran como él, pero era muy difícil confesarlo, pues en aquella época incluso vuestros padres tenían presta la palabra «cobarde» para echárnosla al rostro. Y es que entonces nadie presentía lo que iba a pasar. Los más razonables eran, sin duda, la gente sencilla y pobre; en seguida consideraron la guerra como un desastre, mientras que, por el contrario, los acomodados no cabían en su piel de alegría; y sin embargo, ellos, mejor que nadie, pudieron prever las consecuencias.
Katczinsky dice que de eso tiene la culpa la educación, que nos atonta. Y pensad que cuando Kat afirma algo, es que antes lo ha meditado bien.
Casualmente, Behm fue de los primeros en caer. Recibió una bala en los ojos durante un combate y lo dejamos por muerto. No pudimos recogerle porque debimos retroceder precipitadamente. Por la tarde lo oímos gritar y vimos cómo se arrastraba por el campo. Sólo había perdido el conocimiento. Como no podía ver, zigzagueaba loco de dolor, sin aprovechar ninguna defensa, sin cubrirse. Así le mataron a tiros desde el otro lado, antes que nadie de nosotros hubiera podido salir a buscarlo.
Naturalmente eso no puede ser relacionado con Kantorek; ¿cómo terminaríamos, si no, empezando por ver ahí una culpabilidad? Existen miles de Kantoreks y todos están convencidos de que lo que hacen, tan cómodo para ellos, es lo mejor que pueden hacer.
Precisamente en esto consiste su fracaso.
Habrían debido ser para nosotros, jóvenes de dieciocho años, los mediadores, los guías, que nos condujeran al mundo de la madurez, al mundo del trabajo, del deber, de la cultura y del progreso, hacia el porvenir. A veces nos burlábamos de ellos y les jugábamos alguna trastada, pero en el fondo teníamos fe en ellos. La noción de la autoridad, que representaban, les otorgaba a nuestros ojos mucha más perspicacia y sentido común. Pero el primero de nosotros que murió echó por los suelos esta convicción. Tuvimos que darnos cuenta de que nuestra edad era mucho más leal que la suya; no tenían por encima de nosotros más ventajas que la frase huera y la habilidad. El primer bombardeo nos reveló nuestro error, y al darnos cuenta de ello, se derrumbó, con él, el concepto del mundo que nos habían enseñado."